martes, 27 de enero de 2015

No os fiéis del truhán con silla en la RAE

Lo realmente grave es que, para contentar a las academias americanas, la RAE ha optado por vetar las variedades peninsulares septentrionales del español. Si escribimos, con razón, <truhán> o <guión> —por citar tan sólo dos— y no <truhan>  o <guion> como la RAE pretende, no es por extravagancia, sino porque, al menos en la mitad norte de España, esas palabras se pronuncian [tru'an] y [gi'on], no ['trwan] y ['gjon] como en América y como se diría en el panespañol neutro con el que sueñan los académicos. ¿Tanto le hubiera costado a la Academia aceptar ambas formas como válidas para satisfacer a los hablantes de ambos lados del Atlántico? Esa solución era la más sensata y hubiera sido bien sencillo introducirla, pero prevaleció la obsesión enfermiza de los académicos por neutralizar la riqueza dialectal del español.

Si la RAE ha decidido caprichosamente proscribir el castellano que se habla en la propia Castilla, cuna del idioma, ¿por qué debemos los hablantes reconocerle autoridad a ese anacronismo del Despotismo Ilustrado? Si alguien tiene legitimidad para decidir sobre los usos aceptables del castellano en Castilla, ¿no serán, en todo caso, los propios castellanos que acuñaron la lengua? Que acaten las prescripciones académicas si les apetece en donde se diga ['fjeis], pero aquí, donde decimos [fi'eis], no tenemos ninguna obligación moral o intelectual de someternos a una academia de una lengua que no es la nuestra y los avisados seguirán escribiendo <fiéis>.

En inglés, sin ir más lejos, existen varios estándares que pasan olímpicamente unos de los otros, considerando sólo su variedad particular para establecer la norma. No parece que ese idioma esté pasando por un mal momento, como trata de hacernos creer la RAE que pasaría con el español sin su labor unificadora de la lengua. Los hispanohablantes deberíamos hacer lo propio: mandar a la Academia a tomar viento fresco, que los hablantes de cada variedad creen su propio estándar, y allá se las componga la RAE con su panhispanismo.

jueves, 9 de febrero de 2012

¿Digital o papel?

Esa señora con traje-chaqueta con aspecto de dirigirse a trabajar en una oficina de la Castellana que está sentada enfrente en el metro, tiene uno entre sus manos, el joven estudiante entre cigarro y café, de vez en cuando dirige su atención a uno de ellos, el tipo ese de mediana edad con pinta de ejecutivo agresivo está manejando uno en la sala de espera del aeropuerto. Definitivamente, los libros electrónicos están ya entre nosotros

Son más ligeros, facilitan llevar muchos más ejemplares, caben en cualquier lado, permiten adquirir un nuevo volumen al instante desde cualquier lugar y cuando se desee, la tecnología de la tinta electrónica posibilita una lectura cómoda, semejante a la de su contrapartida de papel. Y, lo más importante: la disponibilidad de los clásicos en Internet nos libera de las prisiones con las que la mafia editorial nos había cargado. Gracias al libro electrónico, ya no estamos a la merced del avaricioso cártel editorial, y, a un click y sin coste alguno, tenemos al alcance de la mano todos los clásicos de la literatura universal. Tal vez no lo note tanto el amante del drama isabelino o el enamorado del Sturm und Drang, pues a través de alguna conocida librería de internet es posible adquirir clásicos en la lengua de Shakespeare o Goethe a precios ridículos —Penguin Classics o Reclam Universal-Bibliothek, sin ir más lejos—, pero aquel que quisiera leer a Cervantes no tendría otra que avenirse a pagar el precio mínimo acordado por una siniestra confabulación de empresarios. Si alguien se preguntaba cómo era posible que la FNAC y la Casa del Libro tuvieran exactamente los mismos precios, esa es la razón.

So pretexto de proteger al pequeño librero y a las editoriales independientes que distribuyen materiales que, de otro modo, no tendrían salida, el lobby editorial ha conseguido que los políticos amparen un monopolio que perjudica a la sociedad para, en realidad, beneficiar a las más importantes editoriales y a las grandes superficies de venta. Pero aceptemos su falso argumento de la protección del pequeño librero: ¿y qué? El mundo evoluciona y todo debe adaptarse a nuevas circunstancias, y,  lamentablemente hay cosas que quedan obsoletas. Cuando se empezó a universalizar el agua corriente, a ningún iluminado se le ocurrió establecer un precio mínimo para no perjudicar al aguador. Pero bien, traguemos con el non sequitur y aceptemos que no hay aguadores para traer agua, sino que se trae agua para que haya aguadores. Vuelvo a decir entonces: ¿y qué? En lo que al libro electrónico se refiere, es ahí precisamente donde las editoriales independientes pueden competir en igualdad de condiciones. Sin embargo, las pequeñas librerías no parece que estén compitiendo en ese mercado, por lo que no termino de entender el problema. Pasaría algo semejante a lo sucedido con las tiendas de discos, que la música de consumo, la bazofia que suena en Los 40, terminaría siendo competencia de las grandes superficies, mientras que las pequeñas tiendas de discos terminarían especializándose en un material determinado y piezas de coleccionista. Y, si bien es cierto que se escucha muchísima música en internet, no es menos cierto que hay quien sigue yendo a rebuscar entre los discos de vinilo de la Metralleta, a pesar de tener el tema que busca en cinco versiones diferentes descargadas de internet. Aquí entra en escena el fetichismo de lo material. Del mismo modo, en lugar del cataclismo que pronostican, la situación devendría en un mercado similar al musical: grandes superficies vendiendo best sellers, posiblemente ediciones baratas y en formato electrónico en su mayor parte, y pequeñas librerías distribuyendo obras para connaisseurs, buscadores de una obra destinada a un público muy concreto y minoritario, o una edición en particular. Y posiblemente tendrían que especializarse, dejando el mercado generalista para las grandes superficies... como de hecho ya ocurre, y la prueba son las librerías especializadas en obras jurídicas, de ingeniería o en lenguas extranjeras. Si no hubiera precio mínimo prefijado, ¿afectaría eso a las librerías especializadas? No creo que las grandes superficies se pusieran de repente a distribuir un material que no han distribuido hasta ahora y, para más inri, hacerlo con un margen de beneficio menor del que tendrían en caso de hacerlo en este momento.

Yo me debato entre mi afición a los chismes electrónicos y la nostalgia del papel viejo de una librería de lance. No termino de decidirme. Mi lado más analítico me empuja a abrazar sin miramientos el formato digital, por las innumerables ventajas objetivas que presenta frente al tradicional, pero mi lado más visceral se aferra al viejo libro de papel. Supongo que lo que se impondrá será una solución de compromiso, retomando el ejemplo musical, discos de vinilo para sentarme en mi casa y pegarme el gustazo, y MP3 para las audiciones de combate caminando por la calle.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Nuevas tropelías de la RAE

Ahora sí que la RAE ha tocado definitivamente fondo, y ha perdido la poca credibilidad que pudiera quedarle. La institución, una rémora que arrastramos desde el Ancien Régime, no conforme con soltar de vez en cuando algún despropósito, se terminó convirtiendo en departamento comercial y laboratorio de I+D del Grupo Planeta. De esta manera, la presión por editar nuevos libros que colocarles a los pobres incautos es la fuerza motriz que lleva a este conciliábulo a disparatar de continuo, para justificar la publicación de una nueva edición de sus ladrillos.

No contentos los académicos con las últimas concesiones al analfabetismo —porque eso, y no otra cosa, es lo que les ha llevado a rehacer una gramática que hasta la fecha nunca había requerido rebajar el nivel para colocar una nueva remesa de ejemplares (a mayor gloria de Lara)—,  la panda del moco ha decidido aceptar arrejuntarse, almóndiga, murciégalo, dotor, asín, agora o crocodilo. Vamos, que «Dotor, me he comido solo una almóndiga asín de grande porque tenía más hambre que un crocodilo, y agora estoy colgado como un murciégalo y no me puedo arrejuntar a nadie» —¡Maldita sea, veo que el corrector del Firefox no me ha subrayado en rojo murciégalo ni crocodilo!— es una frase perfectamente válida para esta camarilla.

Pero es que es de lógica cachaba: si los zotes piensan que 2+2=5, la solución no pasa por aceptar 5 como un valor alto de 4. Y si los tipos desprovistos de facultades atléticas no llegan a superar la marca de salto de altura para clasificarse, no se arregla decretando que a partir de ahora los centímetros tienen sólo 5 milímetros. Oh wait! Si éste país es el país donde se eliminó por decreto el 0 de las notas para elevar la media, y se hizo que la Selectividad puntuara sobre 14 en lugar de 10 para que más estudiantes llegaran al 5, obviando que, en el primer caso, el 1 sigue siendo un 0, y que el hecho de aprobar con un 5 actualmente es el equivalente a hacerlo con un 3,57, por mucho que se cambie la nomenclatura. Supongo que lo hicieron para que nadie más tuviera que ser suspendido por no tener ni idea de fracciones, ya que está claro que los que inventan estas leyes sí debieron de tener serios problemas para poder llegar al 5 en las matemáticas de la EGB, a juzgar por la ignorancia que demuestran.

Ya está bien de mantener un negocio editorial privado con impuestos de todos y, lo que es áun más grave, a costa del libre desarrollo y estandarización del español,  lengua que ellos  han monopolizado, pero que en realidad nos pertenece a nosotros, a los hablantes.

domingo, 5 de febrero de 2012

De las olas



De unos años a esta parte, la prensa parece haber descubierto un extraño fenómeno cíclico que, como una función sinusoidal, aparece dos veces al año mostrando una cara opuesta en cada ocasión. Me refiero a las olas. Antes sencillamente hacía frío en invierno y calor en verano, y dábamos por sentado —¡ay, infelices!— que se debía a cómo incidían los rayos solares por la inclinación del eje de nuestro planeta. Pero hete aquí que no, que eso era antes, y ya quedó demodé. Ahora lo que se lleva son meteoros de rompe y rasga, a saber: las olas.


A pesar de que los periodistas se mean encima de gustirrinín, las dichosas olas llegan precisamente cuando no nos afectan en nada y más desapercibidas deberían pasar. Porque en pleno invierno, cuando lo habitual son las heladas, ya me diréis cómo demonios se las arregla para llamar la atención una ola de frío, que pretendidamente viene a traer exactamente el mismo efecto. O cómo consigue distinguir el común de los mortales, que ha estado toda su vida a 38º en verano, que este año precisamente vuelve a hacer 38º, pero no por verano, sino por la ola de calor. Se mire por donde se mire, este asunto de las olas deja un poco que desear como noticia. Otro gallo cantaría si  se invirtiera su  orden de aparición: una ola de frío en agosto que pillara a todo cristo en bañador. ¡No me digáis que eso sí que no sería un notición!

Así que, considerando que la ola de frío llega justo cuando hace frío y la de calor, cuando hace calor —como aquél del chiste que decía que el sol no servía ni p'a cascala, porque sale de día, que es cuándo más luz hay— resulta que nos encontramos con que ahora tenemos prácticamente un dragón en el garaje. A ver si va a ser que esto de las olas se lo han inventado los periodistas para rellenar espacio en los periódicos y matar tiempo en los informativos audiovisuales, y, tras la altisonante jerga meteorológica que sugiere cataclismos bíblicos, en realidad lo que se esconde es sencillamente que en verano hace calor y en invierno hace frío...

martes, 24 de enero de 2012

Sobre el caso MegaUpload

Revivimos el caso de Napster, y es el riesgo que se corre cuando el tráfico está centralizado, de ahí que los usuarios deberían concienciarse de que usando ese modelo están a merced del proveedor del servicio: si éste deja de prestarlo, c'est fini, mon ami.

El modelo centralizado tal vez tenga sentido, por ahora, para el streaming de vídeo —admito que buena parte de la serie LOST la vi por cortesía de MegaVideo—, pero no para compartir archivos. Aquí entran las redes per-to-peer o P2P, redes que no están basadas en un servidor central al que se conectan clientes, sino entre iguales que se intercambian la información. Por su propia arquitectura descentralizada, no pende sobre ellos la espada de Damocles que tiene el modelo del servicio de alojamiento de archivos. En casos como BitTorrent o eDonkey, deberían cerrar no un servidor, sino cientos de ellos, y aún así no contarían con sustento jurídico para hacerlo, pues los servidores no comparten archivos, sino que se limitan a poner en contacto a los usuarios entre sí. Esto es, además de descargar los archivos, son también los usuarios los que proveen el material. Pero al contrario que Napster, hay servidores por todo el mundo, y sería imposible cerrarlos en todos y cada uno de los países donde están. En el caso de otras redes como Gnutella2, aún sería mejor, pues al ser redes P2P puras, esto es, sin servidores, la única forma de detener el servicio sería intervenir el tráfico de los usuarios. De todos.

Además, está el peliagudo tema de que los servicios de alojamiento de archivos como MegaUpload guardan información de sus usuarios, al contrario que en las redes P2P. No inspira mucha confianza saber que la autoridad, al servicio de las gestoras de derechos de autor más que de los intereses del ciudadano, en cualquier momento puede no sólo interrumpir el servicio, sino también acceder a los datos de todos los usuarios que lo han utilizado.

Pero, independientemente de estos supuestos teóricos, existe una razón tangible que debería inclinar la balanza a favor de las redes P2P: la velocidad. Esto es, mientras que en los servicios de alojamiento de archivos es necesario disponer de una cuenta de pago para poder descargar a una velocidad razonable, en las redes P2P, no. Pongamos un caso hipotético como ejemplo: hoy mismo descargar mediante BitTorrent Once Upon A Time S01E10, emitido no hace ni 24h, llevaría apenas diez minutos. El usuario concienciado sólo tendría a cambio que compartir el archivo con otros.

Es por esto que, tal vez, el caso de MegaUpload habría que interpretarlo como una oportunidad para replantearnos cómo queremos que sea la red: si descentralizada e igualitaria, donde los contenidos son compartidos libremente entre iguales, o si queremos que unos pocos concentren esos contenidos y nos los sirvan cómo y cuando deseen o puedan.